SEGUNDA OPINIÓN

SEGUNDA OPINIÓN

 

Me llamaron de Atención al Paciente. Una mujer quería una cita conmigo para una segunda opinión. Respondí lo que ya sabían: no tengo asignada consulta de ningún tipo; no paso consulta. Sí, sí, y se lo habían trasmitido. La paciente insistía. Quería una segunda opinión. Conmigo. Acepté hablar en mi despacho. Les di una fecha, una hora y conocí a Joana.
Joana es menuda, seria, formal. Ojos de mirar fijo bajo unas cejas casi inexistentes; labios pálidos, cortados, que debieron ser rojos y vigorosos. El pañuelo de colores, cubriendo su cabeza, es una hermosa forma de tapar los efectos de la quimioterapia. (¿De qué color será su pelo?). A su lado su pareja, un hombre grande, fuerte, casi masivo por comparación. Me presenté y ambos me dieron la mano. Ella murmuro un saludo convencional. El apenas movió la mandíbula. Se sentaron con rigidez.
Joana comenzó a extender sobre mí mesa documentos médicos pero, apoyando su mano sobre ellos, dijo: Si quiere, le cuento la historia yo-. Asentí y espere los segundos que precisó para encontrar las primeras palabras.
-Soy profesora de español en Lisboa. Vivimos allí. Tengo 29 años. Hace año y medio me quedé embarazada-.
Explicó lo deseado que era el embarazo, la alegría de contarlo a familia y amigos. Las felicitaciones, las enhorabuenas. Describió el desconcierto de aquella mañana en clase, cuando noto que algo se escurría por su pierna y en el baño del colegio comprobó que era sangre.
-Salí corriendo para el hospital. Cuando me reconocieron, dijeron que dentro de la matriz no se veía embrión. Que se veía una masa.-
Había que hacer un raspado para vaciar el útero y analizar qué era aquello. Joana recogió su informe y se marchó a otro hospital. Y luego otro. Y después un cuarto centro, privado. Todos dijeron lo mismo. Agregando unas palabras nuevas: mola, gestación molar. Una degeneración del embarazo. Un tejido, que debería haber sido una placenta normal, trasformado en algo de crecimiento anárquico, dañino.
Yo no había oído eso en mi vida, no sabía lo que era, pero todos coincidían. No había feto. Hacía falta un legrado. Volví a mi hospital. Me hicieron análisis de Beta-HCG, que estaba altísima, una radiografía de pecho y al día siguiente fui a quirófano-.
Un legrado, dos, tres… El tiempo pasaba y el control no era bueno. La beta, la hormona del embarazo, persistía elevada. Tras un descenso inicial, se mantenía tozudamente estable. Se negaba a desaparecer de su sangre.
El estudio de los tejidos había sido concluyente. Era una mola completa. Y por los datos de la ecografía, de los análisis… era de riesgo.
“Todo por mi culpa”, susurró el hombre. Culpa. Culpa que le embargaba y le mantenía en aquella actitud tensa, cabeza gacha, sin hablar, sin mirar. Cerrado. Habría buscado en Internet. Habría leído que los genes de una mola son de origen paterno. Culpa.
Joana no replicó. Esa conversación, era evidente, ya la habían mantenido. Siguió hablando solo para mí. Se le
hizo una cuarta intervención, una histeroscopia. Tras aquello empezó a sangrar. No mucho, pero constante. La transfundieron. Esperaron dos días. Repitieron la beta. No solo no había disminuido, si no que había aumentado. Seguía sangrando. Prepararon otra transfusión.
-La cara del doctor que vino a hablar conmigo ya avecinaba lo que iba a proponer. La histerectomía. Me negué. No podían quitarme el útero. Era mío. ¡Yo no tengo hijos!-.
El medico explicó, razonó, insistió. En ese momento un chorro de sangre empapó la cama.
-Mi marido, a mi lado, miraba horrorizado. El médico llamó y dio diversas órdenes. Dije que sí, claro, ¿qué podía decir? Me quitaron la matriz, las trompas y el ovario derecho. Me dejaron el izquierdo. Desde entonces pienso mucho en “Mi pie izquierdo”, ya sabe, esa película sobre un pintor, con parálisis cerebral, que solo puede mover el pie izquierdo y cómo logra pintar y escribir con él-.
Cuando le dieron el resultado, tras analizar el útero, se confirmaron los pronósticos. Tenía una enfermedad molar persistente, de alto riesgo, y necesitaba quimioterapia. La beta seguía circulando por su sangre. En algún lugar habían anidado algunas células de la mola. No, no era un cáncer. Pero se comportaba como tal. Entendió todo. Aceptó todo.
-Han sido 10 meses de quimioterapia. Y luego el seguimiento. Análisis tras análisis, temiendo todo el tiempo que reapareciese la enfermedad.
Meses de dolor, de pánico, de angustia. Hasta que la oncóloga consideró que la beta era negativa de verdad. Negativa de modo estable. Tendría que seguir revisiones, pero estaba curada.
El mismo día que me dijo eso, pedí cita con un ginecólogo. Desde entonces he visitado tres en Portugal y dos en España. Usted es el sexto-.
La miré desconcertado. Era evidente que conocía su historia, su enfermedad. La narración era pormenorizada. Conocía el riesgo vital que había corrido. Ya tenía segundas opiniones. ¿Qué quería de mí?
-Sigo buscando otra opinión-. Acentuó su mirada. -Hasta ahora todos los médicos me han dicho lo mismo, que no puedo tener hijos. Yo quiero tener hijos, doctor. Yo quiero-.
No había elevado la voz, no cambió nada el tono de sus palabras,  pero fue una afirmación rotunda.
Sus ojos casi me taladran esperando mi respuesta.
Sus manos, que durante la narración de lo vivido habían revoloteado por la mesa, mostrando informes, fotos de ecografía, analíticas,… se quedaron quietas, apretadas, convertidas en dos nudos tensos, duros, blancos.
-Dicen que no puedo tener hijos. ¿Es verdad? ¿No puedo?-
Negué con la cabeza.

No, no es verdad. Que no tenga útero no quiere decir que no pueda tener hijos ni ser madre. Si puede. Si se puede–.
El dolor que la habitaba pareció romperse. Sus manos recobraron color y buscaron las mías. Apretó. Unas lágrimas mojaron la mesa.
 
Vamos a hablar de reproducción asistida, de gestación por sustitución— dije.
Entonces una sonrisa llenó su cara. El aire estático que la había envuelto todo el tiempo comenzó a moverse, a circular, se hizo liviano. Algún dique se resquebrajó. En ambos.
-Hablemos- dijo.
-Hablemos-.
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